'El insólito peregrinaje de Harold Fry' tiene mucho de autobiografía y será llevada al cine
El césped ataja el asfalto de la carretera que los árboles recubren
de bóvedas verdes en pleno Gloucestershire. En una granja de Brownshill,
pequeño pueblo de esta área de la campiña inglesa, se refugia de la
vida la escritora Rachel Joyce (Londres, 1962). Y por un escenario así
pone a andar a Harold, el jubilado protagonista de su sorprendente y
exitoso debut literario, El insólito peregrinaje de Harold Fry (Salamandra en español y La Magrana, en catalán).
Todo parece simple en la vida y en la novela de Joyce, pero es como los ríos de la zona: asoman mansos pero la corriente del agua y de los sentimientos fluye tenaz y profunda. En la obra se traduce en un anodino recién jubilado que recibe la carta de una amiga a la que no ve desde hace 20 años y donde le comunica escuetamente que va a morir de cáncer. La respuesta aún es más breve, totalmente insatisfactoria y mientras va al buzón de la esquina a tirarla, Harold se lo repiensa y se da tiempo emplazándose a otro buzón más lejano y así hasta que decide que irá a pie desde Kingsbridge, tal como va (mocasines náuticos, sin móvil, sin ropa adecuada, sin avisar a su esposa), hasta donde la mujer que agoniza, en Berwick-upon-Tweed, casi la otra punta del país, un peregrinaje de 87 días y 1.009 kilómetros que acabará siendo una expiación de sus pasados pecados con la corresponsal y con su familia.
En el fondo, la novela, generosa en mensajes, trata de la batalla
cotidiana por aguantar la fachada, por enmascarar lo que nos pasa por
dentro, admite su autora: “Todos libramos cada día esa contienda,
parecemos iguales y nos mostramos impertérritos por fuera y eso nos hace
sentir aún más solos”.
Joyce, antigua actriz de teatro y televisión durante casi 20 años, sabe que persona, en griego, significa máscara. “Sí somos máscaras y las costumbres, también: decimos y hacemos cosas que ya sabemos que hace tiempo que no son verdad y seguimos usándolas; demasiado”. Casi sin excepción, los personajes de Joyce lamentan algo de su pasado inmediato, que arrastran incapaces de sacudirse de encima, sin ni siquiera intentarlo, excepto el propio Harold o su progenitora, que lo abandona de pequeño.
Joyce mira el silencioso campo verde frente a su salón mientras se cruza a menudo la chaquetilla y mantiene las mangas subidas hasta los nudillos, como si se arropara. Hay un punto de tranquilidad casi mística en esa granja con patos, gallinas, perros y caballos pero que fue antiquísimo pub y después convento; un ambiente que refuerza su suave hilo de voz, con el que apenas recrimina a uno de los perros. “Este es el que acompaña a Fry en su peregrinaje: está enfermo de cáncer, morirá; le agradecerá si le hace compañía”, casi suplica.
Los personajes de Joyce tienen fe pero ésta no parece emanar de religión alguna. Quizá es su caso, también. “Mi interés estaba en averiguar cómo tener fe y cómo es esta fe si no perteneces a religión o iglesia alguna”. En buena parte de la novela, Harold cree que con su peregrinaje su amiga se salvará del cáncer… Concepto peligroso a caballo entre la autoayuda y los supuestos poderes de la mente hoy tan en boga. “En la obra queda claro que eso no es posible pero algunas veces necesitamos pensar y creer en cosas que van más allá de nosotros, por encima de iglesias y religiones… Fry no puede frenar el cáncer de su amiga pero al hacer el camino por ella consigue mucho más de lo que nunca hubiera creído que podría hacer; ella le da a él y él a ella”.
Hay ahí un jirón autobiográfico: antes que novela, Joyce inventó esta historia en 2006 para un guion de radio para la BBC, donde ha trabajado 16 años. “Cuando lo escribí sabía que a mi padre apenas le quedaban semanas de vida; no quería perderle; me pareció que era una manera de retenerle”. Hay rastros de su padre en Harold, ambos colindantes con la generación Saga, la que creció marcada por la reciente Segunda Guerra Mundial y con unos valores muy británicos: cortesía extrema, austeridad, modestia hasta casi la timidez… “No son valores que se hayan perdido del todo, no es tanto un homenaje a eso como a la gente sencilla que utiliza un lenguaje sencillo pero que aborda con clarividencia grandes temas”.
Joyce define una de las claves del éxito del libro (90.000 ejemplares en Inglaterra en apenas seis meses; traducciones al alemán, francés, español…): conversaciones y hechos cotidianos sencillos son abordados con extrema sencillez y las situaciones apenas son esbozadas, una instantánea. “Me gusta dejar caer los detalles, el lector lo acabará captando y recordando; como lectora odio las novelas obvias”. A la técnica no debe ser ajena ni el curso de escritura que realizó hace poco como sus 16 años de guionista, a razón de 7.000 palabras y 45 minutos: “Sólo tienes ese tiempo y ese espacio para contar una historia, por lo que cada escena ha de tener una tensión”. Jane Austen, no por casualidad citada dos veces en la novela, es una de sus referencias. “Me encanta su manera de dejar caer los detalles, cómo engarza pequeñas cosas que luego dan tanto sentido a la historia y que la trascienden”. Pero también están ahí las hermanas Brönte, Dickens, Shakespeare… que pueblan los anaqueles del níveo salón de su casa.
No sabe la autora que es lo que atrae tanto de Harold y su peregrinaje, fórmula clásica de la expiación desde los inicios de la humanidad. “Harold es un hijo no deseado y que cree que no quiso suficiente al suyo, pero siendo como es un personaje muy normal, sin grandes atributos, es capaz de algo extraordinario, demuestra que es posible volver a empezar en la vida… pero con lo que ya tenemos”.¿Pasado incluido? “El pasado va con nosotros, hay que poderlo salvar, no es necesario borrarlo siempre”.
Entre esos mensajes austerianos que fluyen bajo las aguas, Joyce lanza el de la austeridad material: Harold viaja sin nada, sin dinero ni documentación y, al final, incluso sin mapa (a diferencia de su autora, que calculó al milímetro la trayectoria arrancando las páginas del mapa de carreteras de su marido que colgaba larguísimo en la cocina para reseguir sus pasos). “Vivimos cada vez con más cosas, yo misma tengo ganas de deshacerme de mucho objeto… Harold demuestra que incluso un trayecto así puede hacerse con unos mocasines (que ilustran la página web de la escritora); hay tantos objetos que afectan a nuestras vidas y la determinan…”.
El insólito peregrinaje de Harold Fry (cuyos derechos para su adaptación al cine ya han sido vendidos) tiene un punto del exitoso subgénero literario del landscape físico, pero también es un landscape moral, mental, quizá otra clave de su éxito en estos tiempos mancados de espiritualidad. “No lo sé, pero creo que es un buen momento para volver a valorar lo que sentimos y lo que somos... Yo he intentado salir de mis pertenencias y reflejar lo que pienso cuando camino por los campos de aquí… No sé, todo el mundo debería ser capaz de salir a caminar y hablar con otra persona, ¿no?”.
Vuelve Joyce a mirar por el ventanal y a arroparse. En algún momento, su novela lanza un mensaje conformista: hay lo que hay y hemos de ser felices con ello, viene a decir, ¿no? “Hay cosas que hacen daño pero muchas suelen pasar. Con la muerte sólo he tenido la experiencia del fallecimiento de mi padre, mi tía y la de algunos animales… Y hay que aceptarlo, luchar y seguir adelante. Quizá algún día sepa más sobre todo ello y lo escriba”.
Todo parece simple en la vida y en la novela de Joyce, pero es como los ríos de la zona: asoman mansos pero la corriente del agua y de los sentimientos fluye tenaz y profunda. En la obra se traduce en un anodino recién jubilado que recibe la carta de una amiga a la que no ve desde hace 20 años y donde le comunica escuetamente que va a morir de cáncer. La respuesta aún es más breve, totalmente insatisfactoria y mientras va al buzón de la esquina a tirarla, Harold se lo repiensa y se da tiempo emplazándose a otro buzón más lejano y así hasta que decide que irá a pie desde Kingsbridge, tal como va (mocasines náuticos, sin móvil, sin ropa adecuada, sin avisar a su esposa), hasta donde la mujer que agoniza, en Berwick-upon-Tweed, casi la otra punta del país, un peregrinaje de 87 días y 1.009 kilómetros que acabará siendo una expiación de sus pasados pecados con la corresponsal y con su familia.
Estamos solos y nuestra sociedad es individualista, pero necesitamos conectar con la gente"Rachel Joyce
Joyce, antigua actriz de teatro y televisión durante casi 20 años, sabe que persona, en griego, significa máscara. “Sí somos máscaras y las costumbres, también: decimos y hacemos cosas que ya sabemos que hace tiempo que no son verdad y seguimos usándolas; demasiado”. Casi sin excepción, los personajes de Joyce lamentan algo de su pasado inmediato, que arrastran incapaces de sacudirse de encima, sin ni siquiera intentarlo, excepto el propio Harold o su progenitora, que lo abandona de pequeño.
Joyce mira el silencioso campo verde frente a su salón mientras se cruza a menudo la chaquetilla y mantiene las mangas subidas hasta los nudillos, como si se arropara. Hay un punto de tranquilidad casi mística en esa granja con patos, gallinas, perros y caballos pero que fue antiquísimo pub y después convento; un ambiente que refuerza su suave hilo de voz, con el que apenas recrimina a uno de los perros. “Este es el que acompaña a Fry en su peregrinaje: está enfermo de cáncer, morirá; le agradecerá si le hace compañía”, casi suplica.
Los personajes de Joyce tienen fe pero ésta no parece emanar de religión alguna. Quizá es su caso, también. “Mi interés estaba en averiguar cómo tener fe y cómo es esta fe si no perteneces a religión o iglesia alguna”. En buena parte de la novela, Harold cree que con su peregrinaje su amiga se salvará del cáncer… Concepto peligroso a caballo entre la autoayuda y los supuestos poderes de la mente hoy tan en boga. “En la obra queda claro que eso no es posible pero algunas veces necesitamos pensar y creer en cosas que van más allá de nosotros, por encima de iglesias y religiones… Fry no puede frenar el cáncer de su amiga pero al hacer el camino por ella consigue mucho más de lo que nunca hubiera creído que podría hacer; ella le da a él y él a ella”.
Hay ahí un jirón autobiográfico: antes que novela, Joyce inventó esta historia en 2006 para un guion de radio para la BBC, donde ha trabajado 16 años. “Cuando lo escribí sabía que a mi padre apenas le quedaban semanas de vida; no quería perderle; me pareció que era una manera de retenerle”. Hay rastros de su padre en Harold, ambos colindantes con la generación Saga, la que creció marcada por la reciente Segunda Guerra Mundial y con unos valores muy británicos: cortesía extrema, austeridad, modestia hasta casi la timidez… “No son valores que se hayan perdido del todo, no es tanto un homenaje a eso como a la gente sencilla que utiliza un lenguaje sencillo pero que aborda con clarividencia grandes temas”.
Joyce define una de las claves del éxito del libro (90.000 ejemplares en Inglaterra en apenas seis meses; traducciones al alemán, francés, español…): conversaciones y hechos cotidianos sencillos son abordados con extrema sencillez y las situaciones apenas son esbozadas, una instantánea. “Me gusta dejar caer los detalles, el lector lo acabará captando y recordando; como lectora odio las novelas obvias”. A la técnica no debe ser ajena ni el curso de escritura que realizó hace poco como sus 16 años de guionista, a razón de 7.000 palabras y 45 minutos: “Sólo tienes ese tiempo y ese espacio para contar una historia, por lo que cada escena ha de tener una tensión”. Jane Austen, no por casualidad citada dos veces en la novela, es una de sus referencias. “Me encanta su manera de dejar caer los detalles, cómo engarza pequeñas cosas que luego dan tanto sentido a la historia y que la trascienden”. Pero también están ahí las hermanas Brönte, Dickens, Shakespeare… que pueblan los anaqueles del níveo salón de su casa.
No sabe la autora que es lo que atrae tanto de Harold y su peregrinaje, fórmula clásica de la expiación desde los inicios de la humanidad. “Harold es un hijo no deseado y que cree que no quiso suficiente al suyo, pero siendo como es un personaje muy normal, sin grandes atributos, es capaz de algo extraordinario, demuestra que es posible volver a empezar en la vida… pero con lo que ya tenemos”.¿Pasado incluido? “El pasado va con nosotros, hay que poderlo salvar, no es necesario borrarlo siempre”.
Entre esos mensajes austerianos que fluyen bajo las aguas, Joyce lanza el de la austeridad material: Harold viaja sin nada, sin dinero ni documentación y, al final, incluso sin mapa (a diferencia de su autora, que calculó al milímetro la trayectoria arrancando las páginas del mapa de carreteras de su marido que colgaba larguísimo en la cocina para reseguir sus pasos). “Vivimos cada vez con más cosas, yo misma tengo ganas de deshacerme de mucho objeto… Harold demuestra que incluso un trayecto así puede hacerse con unos mocasines (que ilustran la página web de la escritora); hay tantos objetos que afectan a nuestras vidas y la determinan…”.
El insólito peregrinaje de Harold Fry (cuyos derechos para su adaptación al cine ya han sido vendidos) tiene un punto del exitoso subgénero literario del landscape físico, pero también es un landscape moral, mental, quizá otra clave de su éxito en estos tiempos mancados de espiritualidad. “No lo sé, pero creo que es un buen momento para volver a valorar lo que sentimos y lo que somos... Yo he intentado salir de mis pertenencias y reflejar lo que pienso cuando camino por los campos de aquí… No sé, todo el mundo debería ser capaz de salir a caminar y hablar con otra persona, ¿no?”.
Vuelve Joyce a mirar por el ventanal y a arroparse. En algún momento, su novela lanza un mensaje conformista: hay lo que hay y hemos de ser felices con ello, viene a decir, ¿no? “Hay cosas que hacen daño pero muchas suelen pasar. Con la muerte sólo he tenido la experiencia del fallecimiento de mi padre, mi tía y la de algunos animales… Y hay que aceptarlo, luchar y seguir adelante. Quizá algún día sepa más sobre todo ello y lo escriba”.
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